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Percibo este espacio, este momento, como la partida misma de la existencia, de mi existencia. Vivo, aun cuando no he nacido. Mi vista es oscura, mi tacto palpa la nada y sólo saboreo la insipidez del vacío; sin embargo, siento este instante como el más puro, consciente de no ser más que un destello, un leve atisbo de energía; comprendo que nunca seré más yo que en esta prehistoria.

Más tarde oigo mi latido: me mece y ya lo considero amigo. Sereno o exaltado me abriga este compás de la vida y dejo de nadar en el caos para entrar por el umbral de mi vida. Mis ojos vislumbran ese terciopelo rosado que acaricia mi piel con su calor húmedo; yazgo sobre una mano de plumas. Mi cuerpo se deshoja de tiempo. Ese halo de luz, heredero de tantos cambios en el universo, ahora toma forma y, lentamente, al ritmo de mi corazón, me alejo de la cuenta atrás.

Ya veo la luz y empiezo a adivinar lo que hay detrás de ella: ojos que me miran, vagas siluetas, una figura que me abraza, pero que primero titubea. Noto un tacto rudo, un abrazo con pasado. —¡Abrázame sin más! —le suplico con mis ojos de mañana. Sólo obtengo displicencia por respuesta. Quizá mi nacimiento haya empezado ya desde la transformación misma de las moléculas, y en uno de esos cambios apareciera yo, una mutación indispensable que vaticina la permanencia del orden de las cosas. Con ese abrazo de mi padre, siento que vengo a un mundo, donde ya hay establecido un orden y que yo no estoy entre los vencedores de la historia. Ese abrazo me da las referencias de mi sexo y desde este momento me concibo como mujer, o, mejor dicho, como "no-hombre". Por primera vez me pregunto cuánto hay en mí de azar y cuánto de error.

Es la mirada de mi madre la primera que me acoge en sus brazos sin pretender otra cosa que quererme. Veo sus ojos almendrados con color de miel de caña y de dulzor tostado, con un deje ligeramente amargo. Siento su tacto y su olor, que me unen a ella, su piel morena y ya queriendo ser decrépita, su pelo largo y sedoso, que, más tarde, en los juegos, me envolverá en una maraña de felicidad con destellos ocres y azulados. Su boca es pequeña y carnosa. La humedad de sus besos me sorprende cada vez, estampándome mariposas de frescor, y, cuando sus labios se mueven como queriendo decirme algo que yo no entiendo y que serán las premoniciones de mi vida, yo, criatura fantasiosa, quedo absorta, adivinando figurillas, pececitos animados o flores multicolores. Este ser se adivina como mi segunda piel y auguro momentos de cruel lucha entre mi envoltura y mis entrañas. Ya flaquean mis pretensiones de ser yo, ignorando mi condición de mujer.

El mundo que me rodea está lleno de antesalas y dobles mensajes. Tengo miedo de tropezar en este laberinto lleno de escalones, pero mis ojos infantiles no tergiversan las imágenes: plasmo en mis sentimientos cada uno de los detalles y trazos con la precisión de un grabado.

Soy una niña y ya conozco la desolación. Es una imagen en acuarela con tonos ocres, amarillo de salitre, azul cielo y el blanco de una pared encalada al sol. En el cuadro está mi madre, sus manos caen como palomas muertas sobre su falda, su cabeza cabizbaja esconde la cara en la sombra de la estancia, acaso inmersa en el abanico oscuro de la indiferencia, el vacío o el dolor. En el fondo hay una cama deshecha, una cesta de ropa y por la ventana, insistentes, cabecean unos claveles sobre los cristales, como queriendo entrar, sin permiso y sin pudor. Yo contemplo la imagen sentada sobre la escalera fría, abrigando con mis brazos mis piernas enclenques, con los ojos como platos, sin sentir todavía los hilos sutiles que se tejen a mi alrededor.

Y así voy creciendo entre ilusiones buscadas e islas de sombría ternura.

Me maravillo ante el pecho aguerrido de mi padre, sus brazos se me asemejan gigantes y fuertes cuando entre carcajadas me lanzan al aire y me reciben con su tacto firme y yo lo miro, a un mismo tiempo placentera por la voluptuosidad de mi risa y, sin embargo, anhelante de sutilezas. Mi padre, con su alma de hombre impuesta y su equipaje de torpezas, configura, aún siendo habitante de mi interior, el más allá de mis membranas, la otra esfera.

Mi naturaleza sigue su curso sin consultarme nada. En mi cuerpo se esboza, a mi pesar, el cuerpo de una muchacha, y yo quisiera salir corriendo de ese umbral donde mi infancia y mi madurez intercambian sus atributos y sus máscaras.

Pasa el tiempo y las semillas de mi pasado germinan para empujarme como viejas alcahuetas al otro lado de la orilla donde reposan los hombres. Mi acercamiento está bañado de una tibia timidez y rumor de curiosidad inmaduro que, poco a poco, me aproxima a livianos amores adolescentes, que no son más que intentos de desenmascarar a esa nueva criatura.

Confieso que ignoro esa otra esencia, su tosca complejidad y sus amagos frustrados de ternura, ignoro lo que hay detrás de esa coraza de rudeza. Yo, que a veces me parece perderme en la nitidez de mi claridad, no consigo adivinar qué esconden esos seres de blanda filosofía que no pretenden llegar al fondo de las cosas y que, sin embargo, dejan inmóviles mis ojos en una fascinación sin tregua.

Mientras me miro al espejo, a lo lejos y a mi espalda, apareces tú, envuelto en tu belleza de indomable, con el aire fresco de un potro inquieto y el dulzor melancólico de un cachorro adormilado.

Me acerco, dejándome llevar, hasta ese punto de contacto entre lo secreto y lo sagrado, y mi razón se confunde ante el prodigio. Proyecto mis coordenadas en el universo, a través del tacto de tu piel y la contundencia de tus abrazos. Contigo, quiero darle a la voluptuosidad su merecida carga de dignidad y enfrentar su narcisismo a la implacable presencia del espejo del tiempo. Mi entrega adquiere la forma de indolencia y credulidad propias de un cuerpo que se tiende sobre una vida ajena.

Vivo este cenit de mi vida, pero no sin las reticencias que brotan de las semillas de mi infancia, no sin los miedos que, junto a tus miedos, se apilan y modelan una muralla.

Toda felicidad es una obra maestra y nosotros tenemos demasiado pasado para lograr que nuestra dicha permanezca intacta como una vieja estatua, paradigma de la belleza. Las distancias anidan como reptiles y nuestras miradas evitan el encuentro. Yo, en mi huida, y tú, en tu conquista, abrimos el camino que nos adentra en la farsa de la violencia. En una deriva trepidante, alejados de cualquier forma de serenidad que nos devuelva al punto de partida, o al menos, al momento donde se encontraron por última vez nuestras miradas, inconscientes, en nuestra conciencia te acercas, pero esta vez no para amarme sino para odiarme con toda la fuerza de tu sexo y toda la rabia de tu historia.

Yo recojo mis jirones de tristeza y escondo los moratones bajo mis ropas. A partir de este momento deambulo, con una mordaza que no siento y ligaduras que ignoro, de tanta sordidez causa de mi dolor. Pero cualquier cosa antes de entrar en la obstinación de la mentira. Atrás se quedan mis voluntades, mis lecciones aprendidas, mis proyectos de verdades y mi vida no vivida.

Dori Pérez Cruz, 2001

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abril 2013